La noble señora.

Nunca hablé con mi padre de la muerte, si lo hice no le recuerdo. Y supongo que si le hubiera preguntado, el cómo murió le parecería bastante bien.
A mi también, pero me fue en un porque sí. Sin preparación, ni espera.
Sin sufrimiento. Lo más importante, supongo que lo único importante.

Ese mismo año, meses antes murió su madre y mi abuela. 
Vieja y eterna, pasado los noventa.
Algo no estaba bien en las relaciones familiares y dejé de verla. Al ser mayor y ya sin apego ninguno del roce del cariño ni se me ocurrió su compañía ni tuve necesidad de ella.
Al verla allí, vieja y eterna, sólo pensaba en mi padre.

Entre medias de esos dos tiempos, nos llegó la cruel noticia de que la enfermedad sin cura de aquella nenita rubia de siete  años que era la imagen perfecta de su madre había hecho lo único que sabía hacer, matar.
No creo que pueda olvidar la imagen de mi amiga sujetando la vasija de sus cenizas como si fuera todavía el bebe que necesitaba de su leche.
La entereza de su tristeza todavía hoy me sorprende al verla tan ella. 

Aquél mismo verano, una vez más la señora hizo una conquista.
Era más amiga de mis amigas.
No nos gustábamos demasiado, pero a veces nos reíamos juntas y coincidimos en muchas, en muchas horas de trabajo y en alguna que otra de jolgorio.
Su dignidad al encuentro ineludible  y la forma en que llevo su enfermedad, me sorprendieron, no fui a despedirme, no quise.
Creo que fue por cobardía.

Ese año, el año once del dos mil, la noble señora me dio un buen repaso.


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