A mí no me importaba mucho lo que ella dijese porque sabía que no era cierto.
(...)
Sus manos entrelazadas eran mucho más que pellejos curtidos de noches de luna y días de sol en sueños y realidades paradisíacas con bebidas de fluidos y bocatas de piel.
Se miraban a los ojos y seguían sonriendo como si tal cosa.
La prememoria, la memoria y la postmemoria eran tres en uno partido de dos, con sus tropecientos decimales.
Ella se mecía en su hamaca, con su libro favorito y una rosa por marca páginas. El sacaba brillo por quinta vez a la maneta izquierda de su moto.
Todavía era de día y no le entraban las ganas del escribir.
De vez en cuando levantaban las vistas y se sonreían. Aquél día como cada veintiocho días desde hacía muchos días, era otra vez luna llena...