Una triste secuencia.

Con él todo era aburrido y predecible. 

Las tres de la tarde eran las horas de comer, las veinticuatro las de fornicar, las cinco las del té, las ocho las de levantarse...aún siendo fin de semana o fiesta de guardar.
Ella aguantaba porque tiempo atrás había pensado que era la definición correcta de tranquilidad, porque la perfecta entonación de su voz le producía un sosiego absoluto y porque a pesar de tener que esperar siempre a las veinticuatro, merecía la pena.

Un día se percató que las nueve era la hora de la bronca, que a partir de las tres de los viernes,  el día que ella se emborrachaba, qué las doce de la noche eran de pascuas a ramos  y siempre Domingo, por supuesto, que siempre planchaba ella sin hora concreta, que el brillo de sus ojos se iba apagando cada mañana en el espejo, que entre las medias de las horas establecidas no hablaban porque no tenían nada que decirse. 
Un día se percató que su amor había muerto por tanta rutina estúpida, que dejó de ser ella intentando que la última brizna de amor resurgiera de tantas cenizas.
Un día se percató de que no era feliz y allí nunca podría serlo.
Un día le dijo: "Me voy" y él por primera vez en mucho tiempo sonrío.





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