Historias para no contar I

Era un señor serio de solemnidad. 
Estaba en el primer banco muy atenta a las tonterías literarias que decía esa cara. 
Yo no entendía nada, parecía que las palabras no tuvieran voz, a veces leía de un libro que tenía cordón de separador y se agarraba las manos como si se le fueran a caer.
Miraba a un lado, a otro. Con mucho cuidado hacía atrás. A mí realmente el que me llamaba la atención era el barbas ese... si pudiera bajar de la cruz...

La última vez que entré a una misa fue en el pueblo madrileño de Aranjuez, estaba pasando el día con un amigo y viendo una iglesia grande de fachada e imponente de situación, nos decidimos a entrar. Tres minutos de sermón. Suficientes.
Al salir el cenutrio de mi amigo se puso a vocear respecto a la iglesia y sus múltiples pecados. No sabía si dejarle allí o directamente llamar a la guardia civil para que le detuvieran por gilipollas voceras.
Al final me decidí por un calla, y el tío nada....calla y el tío nada....era realmente penoso. 
No hubo más remedio que gritar: "Te quieres callar imbécil, estamos en su pueblo y es su cura ¿Quieres que nos partan la cara? además no todos son iguales". 
Bueno, era eso o sacarme una teta (lo de la teta realmente no lo pensé). 
Acción, reacción.
Se calló y yo no tuve corazón para dejarle allí. Fue peor que eso. 
A las cuatro horas estaba en la calle Toledo llorando una hora de reloj. Se había pasado todo el día diciendo que la vida no tenía sentido y bla, bla, bla....
Me tenía harta, era un niño pijo llorica. 

La que lloró una hora de reloj...fui yo.
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